Otro día, otra mañana, María se acerca a la tienda, entra saludando a sus compañeras, se saca el abrigo y lo cuelga con su cartera, se cambia su ropa por un uniforme negro y sobre éste se calza una pechera, también negra. Ella es María, ella es Mari, muy alta, con una cabellera risada y negra. Han abierto el local y comienza a entrar la gente. María detrás del mostrador comienza a atender las consultas sobre tinturas para el cabello.
–El siete con seis le sirve. Pague y retire al frente-
María es muy ágil para ir atendiendo a cuatro personas a la vez.
-Hola Mari ¿me das hora?
-Anótese usted misma en el cuaderno.
Me anoto y me siento relajada en uno
de los pisos ubicados en un estrecho espacio acomodado como peluquería. La espera será larga, entonces comienzo a observar, tomando mentalmente nota, los diferentes rostros
con cabezas embetunadas de oscuro color. Mujeres cubiertas por capas plásticas,
que cuentan y comentan sobre lo que ocurre en las calles y en sus vidas. En esta turno, Mari,
haciendo uso de un alisador eléctrico, va estirando con fuerza el cabello de una mujer mayor. Observo el rostro
a través del espejo, es viejo, lleno de profundas arrugas, boca de labios caídos
y ceño fruncido. Mari le habla con ternura:
–¿Le gusta así, abuelita? ¿cómo quiere la
chasquilla?
La vieja se mira fijo en el espejo, no habla,
parece enojada, es fea pero su cabellera medio colorina brilla sedosa, parece
una peluca en esa cabeza. Mari termina, entonces la anciana se para del sillón,
toma su bolso, saca algo y se lo acerca a Mari
-Chao abuelita, gracias, que le vaya bien.
Mari se ríe con evidente cariño de la vieja.
–Yo quiero mucho a esa abuelita, ella vivió
muchos años en Francia, trabajando sola.
Yo sigo con la mirada a la anciana que se pierde entre la gente apiñada en el estrecho pasillo del local, la veo de espalda con su melena juvenil y abrigada con un grueso abrigo que la hace ver todavía más pequeña.
Entre esto y lo de arriba ha pasado tiempo,
años. Han pasado algunas cosas personales y otras como el “estallido” y la
pandemia que nos tuvo un año encerrados. Mari perdió su trabajo y no supe más
de ella. ¿Habrá salido a las calles gritando por una mejor educación para sus
hijos? ¿por un trabajo más estable y digno? Dejé de teñirme el pelo. Así me he
ido excluyendo de muchas cosas, simplificando mi vida, sumergiéndome en la
cómoda rutina del encierro sin el abanico de conversaciones vívidas que daba ir
a la peluquería.