Saturday, February 07, 2009

Paseo un día de febrero.

Esta vez, la plaza y las dos calles principales de Pto. Octay estaban concurridas, parroquianos y turistas de paso le daban un carácter más animado al pequeño pueblo.
Entusiasmada, comencé mi recorrido de otras veces:
crucé la plaza hacia el kiosco de chocolates caseros; después, con un chocolate en la boca, caminé hacia la siguiente esquina donde se yergue una de las antiguas casonas de estilo alemán destinada a oficinas del departamento de salud de la municipalidad, hoy con su color desteñido y descascarado y con su jardín seco y abandonado;
avancé hacia la siguiente esquina para bajar hacia la pequeña costanera hecha alrededor de una entrada del lago, me detuve unos segundos para mirar el hotel Haasen, el color verde nilo de antaño lo habían cambiado por un amarillo mantequilla con las barandas café, con esto sentí que se acentuaba la aridéz que me provocaba en ese momento el pueblo.

Todo el paisaje se veía abandonado, la maleza estaba alta, basura, bancos rotos… entre un remolino de polvo y mis pensamientos encaminé mis pasos hacia la biblioteca.
Ésta también se veía descuidada, entré y me fui a recorrer los estantes con libros, “Literatura de miedo”, Marco Antonio de La Parra… el bibliotecario no me reconoció, cinco para la una, iba a cerrar.Siempre hay casas que ganan mi interés y mi memoria.


De vuelta a la plaza subiendo la cuesta, se estaba nublando y se sentía el bochorno del medio día. Ahora todo parecía estancado, un grupo de hombres descansaba sobre el pasto amarillo de la plaza y reía con las bromas que se hacían entre ellos, era la tregua del trabajo del obrero.

Entones me dirigí hacia la iglesia ubicada en lo alto, a la entrada del pueblo, con la mejor vista del lugar.

Pero las nubes, cada vez más bajas, taparon el paisaje del lago y del volcán, terminando así con la ilusión nostálgica de mi paseo. Las cosas no se repiten dos veces de igual manera, ni siquiera para los planetas.



Campo de trigo, camino entre Puerto Octay y Frutillar.