
La noche de nuestra despedida, ante una pregunta mía, dijiste que veías en mí una frustración (no recuerdo con qué adjetivo la acompañaste: ¿gran?, ¿eterna?...) Sentí un nudo en la garganta y fui algo agresiva al pedirte que no intentaras ayudarme. Pero esta “frustración” no es de lo cotidiano. Cuando hago memoria, cuando voy despejando los detalles tontos de aquellos momentos breves pero eternos en el horizonte de los recuerdos, curiosamente, desaparecen las discusiones de pareja, la ausencia del padre, la pobreza familiar, las enfermedades... todo el mundo las tiene, por qué conmigo tendría que ser diferente, al final todo esto conforma un patrimonio que me da cierto valor agregado. La frustración, esta leal Frustración que llevo a pesar de estar bien, de sentirme bien, tiene otra historia y no le veo fin, ya ni me molesta. Esta frustración es existencial, es como la nostalgia... ¿de un mundo ideal?... es un dulce sentimiento masoquista. Sólo en un mundo imperfecto se puede sentir la ausencia de lo bello, desearlo desesperadamente, perseguirlo como una utopía y con suerte, tenerlo y gozarlo por fugaces momentos que luego recordarás y anhelarás por siempre, construyendo así tu eterna frustración, tu eterno spleen.